Una nación tiene sentido si existe sentido común. La conciencia de cultura de país se adquiere con educación. Los valores patrios harán que los ciudadanos construyan familias ejemplares y sean profesionales honestos, porque, finalmente, de eso se trata estar en una sociedad regida por una nación.
La democracia, bien construida, hará que el bienestar individual prevalezca por encima de los intereses grupales y a eso se le llama libertad. La libertad individual, con el fiel cumplimiento de las normas de convivencia, conformará un sistema libre, donde los opresores no tienen cabida y al traidor se le castiga.
En una sociedad, deteriorada por crisis de extrema urgencia, se pierde el sentido común y entra el opresor. El opresor, traiciona de facto el compromiso de nación y arrastra al remanente que, por falta de principios éticos, orientado por su propia crisis, accede a la traición.
La figura del colaboracionista, que, por desgracia, es la mayoría de la ciudadanía en crisis, suele tener características indefinidas: es el indeciso que nunca vota hasta que lo hace atemorizado por el tirano, que trata de salvarse por encima del bienestar del otro. Es también el traidor de la patria.
En un juego de conspiraciones y guerras silentes, el traidor se enriquece, mucho más que el propio tirano, porque hay una gran masa del pueblo que carece de escrúpulos y más si la sociedad está en proceso de la destrucción de la nación.
Solo la conciencia de los ciudadanos libres y resistentes, que aún sin libertad, permanecen inquebrantables y se rebelan, que opinan, que discuten, que argumentan y, sobre todo, que no debaten con el traidor, si no que se suman al bloqueo de ese traidor, salvarán a la nación de los traidores de la patria.